Natalia Oreiro quería ser emperatriz. Así se cuenta en "Nasha Natasha", el documental de Martín Sastre sobre ella y su vínculo con Rusia.
Si miramos la aldea, - nuestra aldea- hay muy pocos casos de artistas nacionales que hayan logrado la proyección de Natalia. Te puede gustar o no, eso son diez pesos aparte. Pero andá a discutir, vos, con tu medio vaso vacío en la mano, su recorrido.
La realidad te cachetea tus estereotipos cuando ves que las adolescentes rusas aprenden español y lloran por ella. Se visten como sus personajes y se cortan el pelo y las cejas para parecerse a ella. Para las rusas Buenos Aires no es la ciudad de Maradona, Evita o Perón sino la de Natalia Oreiro. Tienen sus fotos y pósters tapizando los cuartos de Siberia, lloran por ella y - también por ella - bailan canciones de Gilda casi sin saber quién fue. Y dicen que "va a ser rusa para siempre" mientras hacen cola bajo la nieve y agitan banderas de Uruguay e imágenes del Cabo Polonio. Hay mamushkas de Natalia y hay personas que la ven y dicen "volvió Anastasia".
Las rusas dicen que la ven como a una de ellas. Una par.
Del otro lado, de este lado, está Natalia. Que aprendió ruso, hace su propia ropa y arrastra osos gigantes que le regalaron a lo largo de - literalmente - miles de kilómetros. Que ensaya, se enoja, organiza, duerme poco, hace llamadas por teléfono y habla de su familia sin dejar de sonreír. Nunca deja de sonreír.
Y remata, con maestría zen, mientras recorre las calles de su Cerro natal: "Creo en los sueños, en la suerte y en el destino. Pero no existe el éxito sin trabajo".
Ese fue su santo y seña cuando se fue a Buenos Aires a tensar las piolas de su destino. Ese fue su santo y seña siempre.
Natalia no da cátedra. Tiene los pies clavados en Uruguay y es una de nuestras mejores "for export", con esa rara mezcla de carisma, vereda y mostrador que sabe que sin laburo no hay camino posible.
Pero no por eso deja de disfrutar el viaje.
Como en aquel recital que dio junto a Jaime Roos en el Centenario antes de un partido de la Selección.
Por si fuera poco, su cédula - según se muestra en el documental - es exactamente el número tres millones. O sea Natalia es la suma exacta de todos nosotros.
Nos vendría bien unas buenas dosis de Natalia, para ir por lo que queremos sin saltearnos trabajar como un tábano para lograrlo. Para levantarnos de los almohadones en los que a veces nos tiramos a patalear mirando el cielo cebando un mate. Para dejar de jugar al achique y de una buena vez tirarla larga y salir a correrla.
Natalia quería ser emperatriz. Y por lo menos en mi barrio lo es hace un rato largo.
Fuente: Facebook